La casa de Beltram tal como se veía en 1930. En la esquina (Santa Rosa y Dr. Manuel Belgrano) alcanza a verse la puerta que daba acceso a la pulpería |
El noroeste
asentó con su cálido soplo decembrino la copa del viejo paraíso. Y un rumor que
parecía subir de sus raíces se hizo palabra en el vegetal bisbiceo de sus
hojas. “Otro verano” –dijo- otro verdor para mi vieja ramazón desnudada por
tantos inviernos. Allá por 1860 don Juan Semería que fuera socio de don Antonio
Beltrame, me plantó aquí, casi junto con la vieja casa. Entonces yo apenas era
un estacón largo y flaco, que necesitó un “tutor” para aguantarle pechadas al
pampero. En esta misma esquina, el pueblo nonato, empezaba a echar cuerpo en
torno a cuatro casas de mala muerte.
Aquí, justo
en la esquina de la que es hoy 2ª. Rivadavia estaba la pulpería con el
mostrador servicial y la reja que la precaución levantara en resguardo de vida
e intereses. Por el callejón polvoriento que en aquel entonces sabía ser la
calle Santa Rosa, venían de Gaona las tropas vacunas marchando sobre los
atardeceres, empujadas por gritos y huascazos.
Un fino
poncho de polvo bayo cubría bestias y reseros. Y al llegar aquí, limetas,
sangrías y sombra, aliviaban el resuello, mientras el vacaje hundía sus babas
sedientas en los bebederos. No pocas veces ofrecí mi frescor por el callado
reposo de la peonada. Y al querer voltear el sol mi sombra, en verano, solía
tender su ancha mano aparcera sobre esa ventana.
Luego vino
don Felipe Pastré, allá por el 74 y la pulpería se agrandó en almacén. El
tiempo aró caras y cargó espaldas. Al ferrocarril le agregaron otra vía y al
apeadero de Santa Rosa lo corrieron trescientas varas al oeste para que la
estación creciera aupada por Rodríguez Fragio.
Después los
Beltrame ocuparon este solar. Los ojos zarcos de don Miguel hace más de ochenta
años que nos miran. Apenas si el revoque de la casa ha disimulado el primitivo
frente de ladrillos y la ochava echó el alero por donde se agachaba la pulpería.
Como lo ven, con más de cien años, la casona conserva el aire provinciano y
tranquilo de tardes apacibles cuando la vida sin urgencias era un lento
transcurrir de horas de trabajo, mate y siestas.
Hoy, ella y
yo, somos espectadores de otro mundo, de otra forma de vivir, de proceder. Por
eso, cuando frente a la barrera de Santa Rosa oigo que los gritos y bocinazos
de los automovilistas apurados llegan a las detonancias del insulto, no puedo
dejar de pensar en los viejos tiempos del campechano saludo callejero, cuando
la gente no tenía lujo, confort ni automóviles, pero tenía algo que ya casi no
se da ni a créditos: cordialidad y respeto”.
Por Máximo
Aguirre, para “El Chasqui”, año I, n° 2, Ituzaingó, 15 de diciembre de 1968